El día en el que empezamos a escribir esta nota para la Semana ILAPyC para la Destrucción de Armas de Fuego, la noticia que estaba en todos los diarios del mundo era (y sigue siendo) estremecedora: Jovenel Moïse, el Presidente de Haití, había sido asesinado a tiros y su esposa se encontraba gravemente herida.
Nos estremece más si recordamos que pocos días antes había pedido apoyo internacional y colaboración con todos los sectores de la sociedad para terminar con la violencia de las bandas armadas.
Paradójicamente (o no) Haití es uno de los países en la región en el que el derecho a la posesión de armas de fuego está condicionalmente garantizado en su Constitución. México, Guatemala y Honduras completan esta nómina junto con Puerto Rico, cuyo derecho viene de Estados Unidos por tratarse de un territorio no incorporado de ese país.
Pero no es un tema de leyes lo que nos posicionó en 2019 como la región más violenta del mundo, reuniendo el 37% de los homicidios de todo el planeta. Es el mercado ilegal que crece de manera desmedida.
Brasil, México, Venezuela, Colombia y Argentina encabezan el ranking de los países latinoamericanos con más civiles que poseen armas de fuego. Solo entre estos cinco países reúnen cerca de 50 mil millones de armas.
En una región en la que la tasa anual de muertes ocasionadas por armas de fuego es de 15.5 personas por cada 100 mil habitantes, aún hay quienes creen que un arma es un instrumento de seguridad.
En marzo de este año, un grupo de congresistas colombianos elevó un proyecto de ley para flexibilizar la portación de armas argumentando que los colombianos necesitaban defenderse de los peligros constantes a los que se ven expuestos. En otras palabras, apagar la violencia con más violencia.
Igualdad de oportunidades, equidad de género, garantizar nuestros derechos humanos y poner un freno a la corrupción es la mejor manera de que la necesidad de defenderse ni siquiera exista.
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